sábado, 15 de agosto de 2009

Un camino, una recta que parecía infinita en el horizonte, arena, arena gruesa, mojada, mis zapatos embarrados con alguna que otra piedrita rebelde que se coló en ellos. Una lluvia fina pero intensa. Me mojaba, mi cabello caía sobre mi cara, goteaba, mi cuerpo que se arrastraba por aquel sendero, por aquel camino.
Las hojas navegaban como barquitos entre la lluvia, el otoño había llegado, y con el, él frío.
Una familia pasó, corriendo no querían mojarse, uno de los niños tropezó con mi pierna, pero rápido se incorporo y siguió su rumbo, corriendo.
Fue entonces cuando me paré y miré al cielo, estaba negro, nublado todo el.
Abrí mis brazos y empecé a volar, corrí y di vueltas, volé ¡volé!, respiré ese aire con olor a naturaleza, a realidad.
El camino estaba vacío y los árboles giraban entorno a mí, rápido zumbando fuertemente, los arrastraba una fuerte ráfaga de viento. Los caminitos antes rodeados de flores salvajes ya los cubría una gruesa capa de hojas.
Entonces me senté en una pequeña roca al final del recorrido a esperar que la lluvia acabara conmigo, esperé a que la oscura noche me acogiera entre sus fríos brazos.

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